La vida privada de mis vecinos se me escapa entre los
dedos. Como el agua que tratamos de contener con las manos en forma de cuenco.
Aunque nos fuese la vida en ello, por más empeño que pusiésemos, sería, nada
más que el vano intento de un imposible, a sabiendas de que es imposible.
Antes, sus vidas eran mías. Prisioneros de mis ojos. Nada
me complacía más que ver caer la noche y saber que todos, sin excepción, se
encontraban tras las ventanas iluminadas. Amanecer muy temprano y aguardar el
lento ascenso de sus persianas. Saltarme la comida solo para deleitarme con la pausa
lenitiva que se produce después de sus almuerzos.
Primero me armé con unos prismáticos al uso, parapetado
en un rincón propicio de la azotea. Con el paso de los días, la pericia de la
observación, la mejora de las técnicas, me llevó a vagabundear por las páginas
más renombradas de la ornitología, hasta hacerme con una incomparable
equipación de lentes. Y desde que el repartidor toco el timbre y se plantó al
otro lado de la puerta, portando guantes, mascarilla y un paquete cargado de
binoculares de distinto calibre, ya no pude renunciar a la sagrada tarea.
Pasan días, pasan noches. Y yo en la trinchera, dándole
sentido a la existencia, haciendo, por fin, mío el latido del pecho.
He visto una pareja sorbiendo fideos con tomate de un
plato hondo, sentados en el sofá, en silencio, mientras en el telediario
disparan cifras a bocajarro. Una septuagenaria en su isla, tratando de no
desentenderse del presente en cualquier interrupción de la inviolable rutina.
Un arquitecto delineando pasos repetidos por el pasillo, mientras su mujer,
inspectora de hacienda en excedencia, se demora en la taza del inodoro, con tal
de no tropezarse de nuevo con ese extraño. He visto una niña en la terraza de
la planta decimosegunda, saltando sobre una colchoneta. A Fernando, con el que
me dedicaba un hola y adiós cada vez que me lo cruzaba por la acera, recién
divorciado a los cincuenta, absorbido de madrugada por la luz de su teléfono
móvil. He visto un insomne con pinta de suicida de pocas palabras. Más gente de
la que podría contar en una vivienda de dos habitaciones. Sofía, tumbada boca
arriba en un suelo que finge madera, tratando de recordar el nombre de aquel
chico tan guapo del instituto, al que se le fue para siempre la moto en una
curva…
He visto tanto y tanto que podría seguir así toda la
vida, y otra más que me regalasen.
Y ahora, maldita mi suerte, se me escapan sus vidas sin
remedio, en esta fuga infinita. Salen a pasear, primero en turnos bien
definidos, después a su libre albedrio. Se alejan cada vez más. Se visten para
el trabajo al rayar el sol. Ajetrean aceras y terrazas. Se dispersan.
Eléctricos, imparables, nerviosos, sin rumbo…
Y triste de mí, me quedo atrapado y sin destino, en la
quietud de sus casas vacías.