domingo, 8 de octubre de 2017

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Lo cierto es que había decidido quedarse allí parada. Inmóvil mientras anochecía. Poseída de una acompasada respiración mimetizada con el ritmo del entorno. Sin porqués a la vista, que tampoco le parecieron ni necesarios, ni útiles.

El pie dentro del agua salada le hizo recordar a los finales de verano de su infancia, que se dibujaban en su memoria como una suave canción de cuna tras una larga e intensa jornada. En efecto, así eran los días de su infancia, largos e intensos.

Éste, en cambio, tenía traza de un parto con complicaciones. Si a aquellas horas aún mantenía el pie dentro del agua, era porque la temperatura se disparaba al alza, teniendo en cuenta la variable espacio/temporal que lo volvía todo relativo.

Por otra parte, en el horizonte se arremolinaban nubes en un gurruño frenético, con un frente de banda de varias millas y una carga letal de sombras y malos pensamientos. En breve tocaría tierra y arrasaría cuanta materia topase a su paso.

No muy lejos el suelo temblaba, sin saberse a ciencia cierta si de miedo o de dolor. Rasgando y abriendo las entrañas como un puñal en la mantequilla.

Por su parte, el océano se batía en retirada kilómetros a dentro, en un extraña estrategia de nadar y esconder la ropa. Desaparecía la luz artificial y se anegaban las calles por la tormenta. Se tuvo también noticia de animales variados entregados a la carrera descontrolada o limitando lo prescindible en favor de lo vital.

El gran eclipse llegó y colapsó voluntades con una fuerza irrefrenable. Existe registro escrito de al menos medio centenar personas que frenaron en seco, dispuestos a torcer contra corriente el cauce de sus vidas. Hubo quien se fue de casa para no tener que cenar lo mismo cada noche y quien optó por encaramarse en lo alto de un puente, sin más pertrecho que un número en la lista de espera para el salto al vacío.

Sí, el mundo se moría por desaparecer y tal vez éste sería el intento que cuajase. La lengua con la que se lamía las heridas estaba reseca.

Y mientras cientos de miles de almas se agitaban en ebullición irrefrenable, ella había decidido quedarse quieta, en penumbra, practicando los ejercicios de respiración que le habían enseñado en el centro cultural de su barrio.

No era tiempo de echar a correr. Amanecería un nuevo mundo, estaba convencida. Y con toda seguridad tampoco sería esta vez el último.