Y por fin la lluvia caía como una
bendición. Un estruendoso e intenso chaparrón que rebotaba contra el piso,
empapaba los bajos del pantalón y venía a decir que todo había terminado. El
otoño estaba allí, rotundo, y la vida volvería a su cauce.
Atrás quedaban los demoledores días del
verano. Un verano para olvidar. Septiembre se había comportado de forma
extraña. El sol de Julio y Agosto, incandescente, parecía imposible de aliviar
en las postrimerías del estío. Como si se tratase de un gran incendio que ha
tomado una temperatura para la que no existía refresco posible. Que locura, que
desoladora combustión la que habían vivido.
Paladeó la superficie del charco con la
suela de las zapatillas de casa. Después pisó con brío hasta que el agua empapó
el paño del calzado y la humedad inundó los pies. El goterón caía sobre la
barba tupida sin remedió. Abotonó el último peldaño de la camisa, que tal vez
era la chaqueta del pijama, y prosiguió su camino por la acera. Quedaba mucho
por hacer. El cielo retumbaba con el baile de las nubes y ante los latigazos de
electricidad, la luz de las farolas iba y venía.
Las calles desiertas. Como sucediera en Agosto,
pero ahora todo era distinto. A principios del tórrido mes ocho, su hijo –su
único hijo, por otra parte- le había anunciado que se iba a la casa de la playa
con su esposa y el pequeño. Ya sabes que es un lugar reducido, Papá, y J ya demanda
su espacio. Pero tú en la ciudad estás bien, eres un hombre de asfalto, dijo al
tiempo que le daba dos enérgicas palmadas en la espalda. Después, su nuera,
algo cohibida, avanzó unos pasos e hizo el amago de besarlo, pero apenas apoyó
sus mejillas maquilladas sobre las del viejo, recien afeitadas. Dentro del
auto, el pequeño parecía abducido por la pantalla que colgaba de la espalda del
asiento del conductor.
Fue un visto y no visto. En apenas segundos
el coche se deslizaba por la avenida arrasada por la solana, desprovista de
gente, y se derretía en el horizonte.
Convenía trazar un plan. Cargarse de
razones para el día a día. Sabía bien que Agosto era un mes letal en la urbe y
se negaba a esconderse en casa con las persianas bajas, para terminar caminando
hasta alguna terraza al atardecer. Se negaba a demorar la compra en el
supermercado, al cobijo de los aires acondicionados. A pasear por calles como
eriales sin ver desfilar ni una sola cara. Se negaba a tomar un autobús al azar
y recorrer barrios del extrarradio sin más objetivo que contemplar lánguidos
edificios inertes.
Ocurrió una noche delante del televisor. En
un programa especial donde se hacía un repaso de las desapariciones que
asolaban el país. Aquí y allá, de la manera más inopinada, iban desapareciendo
personas sin ninguna explicación, como si se tratase de una epidemia aun no
descrita por la práctica médica.
El director de un banco que salía en
bermudas a tirar la basura y no regresaba al hogar donde le esperaban mujer y
dos hijos. Un joven al que dejaban a la puerta de casa de madrugada, tras una
noche de fiesta, pero que por algún motivo no alcanzaba a recorrer la distancia
que lo separaba de su cama, en el segundo derecha. Un ama de casa que no retornaba
de la compra el sábado por la mañana.
El goteo era incesante. Parecía que, de
repente, se volatilizasen en el aire de forma inexplicable. Llevaba días
siguiendo varios casos en el periódico, que hoy avanzaba tres o cuatro novedades
y un par de días después aventuraba hechos que desmentían lo anterior. Aquello
le mantenía atento y en tensión. Domeñado por una fiebre que latía sin remedio.
Fue al terminar el programa que sintió una
punzada de adrenalina. Un mordisco urgiéndole en el vientre y envenenando la
sangre. Se calzó las zapatillas enseguida, vistió la chaquetilla desabrochada
sobre la camiseta de tirantes y salió a la calle. Avanzó por las vías de
asfalto con ímpetu durante las primeras horas, y al amanecer, los edificios ya
quedaban lejos, difuminados en algún lugar a su espalda. Era necesario abrir
bien los ojos, estar atento, investigar cada circunstancia que le fuese
saliendo al paso.
Una brizna de aire que le cruzase la cara
podría desvelar el misterio.
Alguna vez pensó que el teléfono sonaría
inútil, de ciento en uno, en su piso vacío. Que se había olvidado de guardar
los restos de la comida del mediodía en la nevera. Que tal vez aguardaba alguna
factura pendiente en el buzón. Poco importaba, tenía una misión, un lugar en la
vida y no podía desfallecer. Era necesario avanzar, hacerse fuerte a cada paso,
internarse más allá, lontananza, siempre de frente.
Nada tenía sentido salvo aquella bendita tarea
encomendada por el destino.
Tarde o temprano, por más resistencia que
opusiese, el verano llegaría a su fin y todos aquellos despistados querrían, entonces,
regresar a sus casas.