Todos necesitamos creer
en algo.
Que existe un cielo
para nosotros, en algún lugar. Que todo va a salir bien, al final de todo. Que
si lo deseamos con fuerza, terminará por suceder.
Creo que debemos de
creer fervorosamente en lo que creemos.
Y allí estaba ella,
después de los últimos años repitiendo mañanas. A veces con el sol de fondo y
otras con la lluvia por sombrero. Obedeciendo horarios perfectamente
establecidos, llegando cansada y descreída a casa al anochecer. El sonido bobo
de la televisión de fondo, a veces, mientras planchaba la ropa acumulada. En
otras ocasiones, no. En otras ocasiones tendida a lo largo del sofá, huyendo
del pensamiento, poco a poco, desde los pies a la cabeza, repasando
detenidamente cada centímetro cuadrado de su piel…
De cuando en vez, una
ilusión. Un anhelo como soplo de vida aleteando en un rincón de la imaginación.
Pero con los pies bien pegados al suelo, no te olvides. Porque al final de mes
es necesario pagar la factura de la luz, el agua, el alquiler...
La rutina es buena, un
seguro de vida. Mejor repetir los días y repudiar la incertidumbre. Significa
que todo va bien, sobre raíles. Y los sueños se sabe que sueños son.
O no.
Porque en medio de
tanta normalidad, por momentos, un latido más alto que otro, le recuerda que
sigue viva y es prerrequisito para tal estado, la viveza en la mirada, la
ilusión desparramándose descontrolada por la sangre.
Así que el fin de año
se le antojó un buen punto de encuentro para el borrón y cuenta nueva. A la hora
de recoger, parecían muchas cosas, sin llegar en realidad a ser tantas.
Ventajas del minimalismo y los bolsillos pequeños.
Aun lado, cajas con
sábanas limpias. Menaje y alimentos, lo primero en desfilar. Algunos libros al
fondo de la sala. La ropa, en bolsas y maletas.
Pronto llegarían para
ayudarla con la pesada carga que a la postre solo demandaría media mañana y el
principio de una tarde. Aunque ella, eso, todavía no lo sabe.
Al tiempo que aguarda,
realiza el inventario de momentos. Postales de irrepetibles que transcurrieron
en aquellos cincuenta metros cuadrados. Parece mentira que la vida sea tan
frágil y sin embargo precise tan poco para desenvolverse con tanta profundidad
y emoción.
¿Estaría haciendo lo
correcto? ¿Se arrepentiría? En los lapsos de soledad la duda escarba. Por eso
es mejor hacer, sin dar muchas vueltas. No ofrecer excesiva cancha al
pensamiento que nos dice que lo prudente es echar un paso atrás, desempacar y
que después del domingo venga el lunes.
De repente recuerda que
ese que viene de frente será un gran año. Tiene que serlo. El valor la invade
de nuevo. Esa extraña voz, poderosa y decidida que le dice que ha de confiar en
la vida suceda lo que suceda.
Creer fervorosamente en
lo que cree. Porque al fin y al cabo, eso es la única prueba fehaciente e
irrefutable de que sigue viva, presente y cierta.
Ruge la luz ahí fuera.
Por los siglos de los
siglos, amén.
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