Duermo mucho, pero solo a veces.
Otras muchas, las más, aguardo agazapado
entre las sabanas el asalto sanador de la inconsciencia. Y mientras espero,
tengo a bien imaginar vidas simultáneas, experimento caminos nunca antes
transitados que ofrecen, a su vez, un sinfín de oportunidades por perder.
Así, con el transcurrir de los minutos en
una divagación cada vez más cargada de complejidad, uno alcanza casi a percibir
que el total de sus órganos forman un todo, y que el tiempo, imperceptible, recorre
el espacio que ocupan. En ocasiones hacia delante, otras tantas hacia atrás.
Guardo la posición fetal y relajo la actividad
a sabiendas de que, si cedo y comienzo a revolverme sobre el colchón, terminaré
a la deriva en el desasosiego, cada vez más inquieto, enfrascado en asuntos que
semejan rompecabezas compuestos de cientos de miles de piezas distintas. ¿Cómo
saber con cual empieza todo?
Rendido a la vigilia, como un soldado de
imaginaria atrapado en su garita, pongo los pies fuera del rectángulo que me
cobija, piso primero la alfombra cálida, después la madera tibia y al fin las
frías baldosas de los pasillos del edificio.
Asciendo las escaleras, alcanzo la última
planta, traspaso la puerta de la azotea y mis pies se posan sobre el cristal húmedo
de un charco. Llueve y pronto las gotas racheadas empapan mi pijama; dos piezas
desiguales que no combinan. ¿Será por eso que no me gané el derecho a dormir?
Las nubes, mecidas con violencia, descubren
fugazmente la luna menguada y un firmamento difuso. La vista engaña, deforma la
escena, filtrada por la lluvia como si mirase a través de unas gafas de
aumento.
Siento el charco ingresando al interior de
mi cuerpo, filtrándose ajustado a los poros de la piel.
El universo se expande, recuerdo.
Mientras yo estoy aquí, aterido, tal vez atrapado
en un sueño pesado que no se deja soñar, ordenando y acomodando en lugar seguro
los múltiples acontecimientos de la jornada, reparando las células dañadas en
el tráfago diario, el universo sigue impasible su curso, a una vertiginosa
velocidad, como una marea que asciende, anega la tierra que sale a su paso y cuya
inercia no se detiene ante nada ni nadie.
Se expande desde un punto discreto, hace
miles de millones de años, tras ovillarse concentrando en su interior infinitos
destinos por venir, incontables historias por contar, fatigas que nos achican,
azares y alegrías, felicidad y desgracia, todo ello atrapado a su máxima densidad,
hasta provocar la gran explosión que inauguró el pálpito y éste, a su vez,
todos y cada uno de los pálpitos.
Amanece. Es hora de regresar a casa.
Si me viesen mis vecinos, no sabría
explicarles qué hago aquí arriba, al borde de la pulmonía, encharcado, ameritando
locura, conjugando la teoría del todo, justo un poco antes de que suene el
despertador y caiga rendido en un sueño espeso, denso, a punto de estallar en
mil pedazos, como un corazón en el que ya no cabe nada más…
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