Tal vez fue allí, en Alejandría, la primera
vez que viste el mar. Te habrá sorprendido la superficie perlada bajo el manto
de estrellas. El olor inconfundible que enseguida domina el resto de sentidos.
El rumor de las olas rodando sobre la arena, que tranquiliza, a pesar de todo.
En Alepo, donde naciste, no hay mar. Así
que te criaste a espaldas de éste, alimentada la imaginación por historias
ajenas nunca confirmadas.
Aquella noche en la costa, en algún lugar
ignoto, la cosa no pintaba bien. Para empezar, hacía rato que no te encontrabas.
Eso no es de extrañar porque la diabetes no te da un respiro y tienes que estar
siempre pendiente de sus exigencias. Además, el escenario no resultaba
agradable. La gente apelotonada, la histeria por subir al barco, los hombres
con fusiles y cara de pocos amigos.
No estabas asustada, eso no. Son once años
los que te contemplan, cargados de tensión, violencia y horror. Primero fue la
guerra en Siria, que finiquitaba los días mejores. Después vino el exilio en
Egipto, que acabó por convertirse en una balsa de aceite con fuego debajo. Un
día papá dijo que os marchabais a Alemania. Todos juntos. Mamá, tus hermanos,
tú. Allí, además, podrían tratar mejor tu enfermedad.
Pero no merece la pena pensar en el pasado.
Mejor centrarnos en el presente.
Llega la hora de embarcar y los hombres
armados os azuzan para que ingreséis al barco lo antes posible. Se trata de un
cascarón deslavazado y tintado de óxido.
En el ajetreo, Papá pierde el maletín con tu
medicación y Mamá conserva el suyo casi hasta el final. Los hombres armados le
obligan a abandonarla en el mar. Ella les explica que tiene un enorme valor para ti,
más que su alma, pero ellos no hacen caso, lanzan unos cuantos culatazos y todo
el mundo abordo.
De alguna manera tú ya presentías algo así.
Mejor no pensar. Imagino que del resto no te acuerdas bien, fue tan rápido, tan
extraño. Verás, finalmente terminó por suceder lo inevitable. Rumbo a Siracusa,
después de unos días de travesía, la enfermedad se cebó contigo y acabó ganando
la partida. Al no tener el maletín, poco se podía hacer para controlar los
ataques.
Fue Papá quien te depositó en el agua
mientras el barco seguía su rumbo. Ningún padre debería de tener que hacer eso
en la vida. Ni siquiera debería de poderse imaginar. Miro por la ventana y veo
el parque abarrotado de pequeños subidos a columpios y toboganes. Acaba el
verano. Sus padres y madres siguen con atención las evoluciones y cargan con la bolsa de la
merienda o un plátano a medio comer. La vida sigue, no pasa nada.
Al llegar a puerto, en medio de la
vorágine, Papá contó lo sucedido a un Policia, que comprobó tu pasaporte
y el relato de otros testigos. La historia era imposible pero cierta.
Después de eso, los periódicos se lanzaron
sobre la noticia y pronto tu historia acabó inundando los medios de
comunicación. Hasta apareciste en los telediarios. Esto de las noticias es una
cosa curiosa, alguien lanza un texto con veinticinco líneas descriptivas y el
resto se dedica a reproducirla con mayor o menor éxito en la narración.
De todo esto hace ya algo más de un mes.
Donde yo vivo, cuando alguien se extravía en
el mar, se busca sin descanso hasta que aparecen los restos del naufragio.
Muchos se quedaron dentro del océano, nunca más volvieron a pisar tierra. Pero
siempre hay alguien que los recuerda, que pone flores en un lugar señalado de
la costa y de cuando en cuando pronuncia su nombre en voz alta.
He revisado los periódicos con ahínco estos
días y al menos en mi país, nadie ha tenido la delicadeza de escribir tu nombre.
¿Y sabes una cosa, mi querida niña?
Lo que no se nombra, no existe.
Raghad
Foto: Rocío Brage