El verano declina y la sangre va serenando
su brío. Languidecen las hojas de los árboles, entristece el cielo el suelo y,
por las mañanas, bien temprano, un aire frío me hace encoger en la azotea.
Todo el mundo vuelve a su rutina. Las
calles se colapsan de vehículos. Las aceras se pueblan de estudiantes ociosos
repartidos por las terrazas, apurando los últimos rayos de sol en oferta.
Así, de repente, me parece que es una buena
época para el matrimonio.
Se trata de una cita que se fue postergando
en el tiempo, sin día concreto. La vida se abre camino sin necesidad de
papeles. Aun así, soy de la creencia de que a veces, es bueno poner ciertas
cosas por escrito. Si no, de qué esta deriva…
Él llega tranquilo con los dos jovenes de
la mano; tres el pequeño, cinco la mayor. Viste camisa de lino y pantalón
vaquero. Eso sí, la tendencia la marca el pequeño T que luce camiseta de
superman. Excelente mañana para un superhéroe.
Ella aparece un poco más tarde. Viene del
trabajo. Hoy la dejaron salir un poco antes. Nada más llegar se le hace entrega
de un ramo de gominolas.
Somos, además, cinco testigos. Solo dos
firmarán dando fe. Nada en esta vida me gusta más que dar fe.
La jueza los recibe con sonrisa. Verifica
identidades y comprueba que acuden libre y voluntariamente a la cita. Acto
seguido se esmera con la lectura de un par de artículos del código civil.
El trato queda sellado con un beso. De aquí
a la eternidad.
Nos repartimos las flores de dulce, se
disparan aquí y allá algunas fotos y elegimos un buen lugar para festejar con
un trago, completado con un improvisado restaurante italiano.
La fiesta termina pronto. Llega la
despedida y de camino a casa me acuerdo de la historia que me contó la novia
durante el vermú.
Al parecer estuvo tentada de acudir al
enlace con un vestido blanco roto, propio del evento que la concitaba. La
prenda está guardada en el desván de su casa. Es de una amiga y cuando ésta se
separó de su marido le pidió que se lo guardase. Fue el ex el encargado de
hacérselo llegar. Apareció un día por sorpresa con el vestido metido en una
bolsa negra de la basura. Lo siento, le dijo al ser consciente de lo que
entregaba en prenda, era lo último que quedaba por mudar de la casa y no tenía
otra cosa mejor para el transporte.
La pareja se disolvió, cada miembro tomó su
camino y mi amiga cumplió fielmente la encomienda.
Así son las cosas. El día más feliz de tu
vida puede acabar envuelto en una bolsa de la basura. La existencia es volátil
y caprichosa. No existen verdades absolutas.
Camino despacio. Tengo tiempo antes de
coger el tren que me lleve de nuevo a casa. Como en una metáfora construida
para la ocasión, el sol impetuoso de la mañana se empañó con la entrada de la
bruma marina.
Pienso en las cosas que se van y no
vuelven. En lo aprendido y desaprendido al cabo de los años.
Me siento como un funámbulo dudando del
siguiente paso en su camino por el alambre. Sin red amiga bajo los pies.
Foto: Rocío Brage
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