Tarde de Reyes. Como viene siendo habitual
en los últimos años asisto a la cabalgata con I. y A., 10 y 5 años
respectivamente.
Se trata de una tarde muy especial, la del
5 de enero, la previa al gran día de la ilusión. Sus majestades, Melchor,
Gaspar y Baltasar, Reyes Magos de Oriente, recorren las calles de la ciudad,
mientras sus pajes lanzan caramelos a los pequeños enfervorecidos que en los
márgenes de la vía saludan inquietos al trío de alquimistas.
Esa noche se irán nerviosos a dormir,
desando que termine cuanto antes la larga noche, desemboque en la mañana y
puedan saltar, por fin, de la cama para descubrir en el hueco de sus zapatos,
arrumbados contra el árbol de Navidad, los regalos merecidos de todo un año. El
día de la ilusión. El día en el que todo es posible, en el que los sueños se
cumplen, tal vez no exactamente como los habíamos pergeñado, pero al menos
sabemos que alguien, al otro lado, escuchó nuestras variadas peticiones.
La tarde previa al día de Reyes, la paso
con I. y A. en casa de su abuela, que tiene un primer piso con terraza desde
donde es posible saludar a la realeza de oriente desde una posición
privilegiada.
En esas estábamos cuando C., la madre de
los dos pequeños, recibió una llamada del hospital. Justo en el momento en el
que la carroza de Baltasar, mi mago favorito cuando era niño, desfilaba ante
nuestro balcón. El padre de C. arrastra una larga enfermedad, y ese mismo
mediodía había sido ingresado de urgencia, por un nuevo achuchón, que, otra vez,
extenuaba sus últimas fuerzas.
Al otro lado del teléfono alguien dictaba
malas noticias. Vente enseguida- dijo la voz- es posible que tu padre no pase
de esta noche. La muerte, cuando es esperada, sobrecoge menos, pero en
cualquier caso hay que lidiar con ella, mirarla de cerca y superar sus
trámites. Nunca me parece fácil, ni si quiera cuando diagnostican apresurados: es lo mejor que le podía haber pasado.
A las carreras, C. organizó con su marido
la inminente salida al Hospital, mientras yo me hacía cargo de los dos pequeños
por tiempo indefinido. En la calle tomamos caminos diferentes e inauguramos
conversaciones bien distintas. I. y A., enajenados por el espectáculo de luz y
color al que habían asistido, inquietos por inaugurar cuanto antes una noche
que desembocaría en premio. Ajenos al envite en el que se encontraba su abuelo
en ese momento. Sin apenas imaginarlo.
Con todos ya en la cama, esa noche,
mientras observaba las estrellas, pensé que el abuelo de mis chicos también habría
sido un pequeño inquieto ante la llegada del gran día. También se habría
enfrentado a noches de tal naturaleza. Ahora, en cambio, se debatía en la cama
blancuzca de un hospital, mientras fuera el mundo giraba a toda velocidad.
Una ambulancia se dirige a la puerta de urgencias con
una parturienta a punto de dar a luz. El coche fúnebre se detiene y le cede el paso, ellos no tienen tanta prisa. Unos vienen, otros se van, y tantas cosas
que quedan por decir, suspendidas, en espera…
El abuelo superó la noche de Reyes y alguna otra
desde entonces. Apenas puede levantarse de cama y sabe que la gran cita de su
vida está a punto de caramelo. Y la vida sigue ahí fuera, ronroneando como un
gato tendido al sol.
Post Scriptum: Desde la tarde de Reyes, este post estaba esperando ser
escrito. Finalmente sucedió esta semana. A la mañana siguiente, el abuelo logró
por fin abandonar este mundo.
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