A sus casi ochenta años, nada le preocupaba
más que dejar este mundo con asuntos pendientes tras de sí. Gestionaba con mano
firme un conglomerado empresarial con muchas familias pendiendo del mismo hilo,
nada podía ser dejado al albur.
Así que en los últimos años, el delfín
elegido había ido ascendiendo puestos de forma ordenada hasta por fin
convertirse en un habitual de la junta de accionistas. Exquisita ecuación.
Modales depurados. Idiomas. MBA. Mirada desafiante. Grandes ideas siempre a punto
de brotar.
Todo atado y bien atado. Con la precisión
de un relojero suizo y la paciencia de un francotirador. Que cosa más triste
una muerte absurda, pensaba a todas horas nuestro hombre en el cenit de su vida
profesional. Por lo tanto: exhaustivos chequeos médicos, deporte, rutinas y
mucho trabajo. Desde la mañana a la noche. Desde los veinte a los ochenta.
¿Cuántas horas de tarea lo contemplarían?
¿Cuántas unidades de energía había dedicado
a levantar aquel entramado ilimitado?
No, nada podía ser dejado en manos de un
destino caprichoso. Es más, cualquier destino aciago puede esquivarse si uno
pone todo el empeño en la misión, estaba convencido, pues así habían sido las
cosas a lo largo de su existencia.
Esa mañana, terminada la junta de
accionistas, pidió a uno de los ujieres que descorriese el gran cortinón. Una
extensa planicie, con el límite en el océano, se derramó ante sus ojos.
En un lateral del prado cabalgaba su nieto
mayor, afianzado en un corcel portugués. A la una, lo vería en el club donde
almorzaría toda la familia junta.
Había sido una jornada tensa, dura, librada
a cara de perro, pero todos los consejeros habían aceptado al fin la imposición
de su delfín…que diablos, les había hecho ganar miles de millones, como para
negarle ahora su voluntad.
Afianzado sobre el sillón presidencial,
pensó en el tráfago de los días que le habían llevado hasta allí. En las
múltiples renuncias, las noches aciagas e interminables, la lucha de
confidencias, los equilibrios imposibles…todas esas prebendas que exigía el
poder omnímodo.
Clavó la mirada en el exterior. ¿Qué más le
podía restar por hacer? ¿Qué se le podía antojar ahora? Ah cuánto trabajo,
cuánto sufrimiento para llegar hasta allí, aquel lugar, ese momento mágico e
inigualable en el que su mano izquierda, ya debilitada, se sostenía sobre el
cortinaje al tiempo que desbarrancaban sus últimos deseos más allá del
horizonte. La habitación giró de repente. El dolor en el pecho comenzó a
profundizar. Sintió las extremidades dormidas y un aliento que se fugaba para
siempre.
¿Qué papel le tocaría jugar en la siguiente
vida? – se preguntó-.
Ya saben, no le gustaba dejar nada a la
improvisación.
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