No todo está perdido.
Terminado el duro invierno, el oleaje
reprime sus envestidas. Se conforma con empapar el arenal sin violencia. Ya no
descubre piedras, ni amenaza las dunas, ni arranca espectadores de la costa a
la menor oportunidad.
Quedan, eso sí, los restos de la batalla.
Pruebas visibles de un asalto cruento donde encontramos el más variado catálogo
de envases de plástico, aparejos de pesca desnortados, restos de madera, botellas
sin mensaje y la más dispar e inclasificable gama de objetos raros.
En el Océano Pacifico una gran mancha de plástico
se extiende casi, casi de costa a costa. El epicentro se ubica en el giro del pacífico norte. Una
botella de plástico arrojada al mar puede tardar en borrar sus huellas cientos
de años. Le lleva su tiempo.
Si seguimos escondiendo la basura debajo de
la alfombra, construiremos una montaña rusa en el salón de casa. ¿Cómo es posible que
generemos tanta basura sin el menor esfuerzo?
La vida mancha. Pero no, no todo
está perdido.
El último domingo, justo cuando había
terminado de correr al abrigo de los pinos, mientras recuperaba aliento y aprovechaba
los pocos rayos que sorteaban las nubes, descubrí una hilera de adolescentes
acarreando bolsas negras desde las dunas a los contenedores al borde de la
carretera. Bolsas cargadas de desidia.
Así que pensé que si un puñado de jóvenes era
capaz de suplir las obligaciones de un ayuntamiento, ciego y sordo, y lo hacía
sin rechistar y por propia voluntad, todavía quedaba un poquito de esperanza.
Si hoy fuese domingo electoral, yo los
votaría a ellos. Consuela saber que aun hay gente que hace lo que debe.
Si todos ganan, ganas tú. Así que muchas
gracias, compañer@s.
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