Es difícil estar vivo.
La vida se rige por estrechos márgenes de
los que no es conveniente desviarse. La temperatura interior ha de ubicarse
entre los 36/37 ºC. Nuestras células desean moverse en un Ph óptimo de 7.39, en
una escala que va de 0 a 14. En invierno, en agua marina a 10 / 12 grados, resistiríamos
unos 15 minutos antes de entrar fatalmente en hipotermia. El aire que respiramos
es un cóctel de gases en porcentaje preciso. Nuestro corazón, no puede latir más
de 3 veces por segundo…
En calzoncillos, perdido en la madrugada,
te observas con cuidado en el espejo. Eras bien guapo en tu juventud, nada te
podía parar. Hoy escasea el pelo, el abdomen flaquea ante la presión de las vísceras
y coleccionas recuerdos en unas bolsas bajo los ojos.
La mano cansada viaja rápido hasta el pecho
y frota cadenciosa la piel. Ahí dentro el reloj golpea sin ritmo y por momentos
parece que fuese a ceder a la desidia, dejándose ir.
Ya no duermes, ya no encuentras postura que
te sosiegue el ánimo.
Un intenso dolor invade el vientre.
Te sientas sobre la taza, imbuido de ese
ruido impreciso que zumba en las casas por la noche. Intentas miccionar sin
mucho éxito, hasta que una quemazón te recorre la uretra y el líquido espeso
gotea. Inclinas el tronco sobre las piernas. Sientes, por todas partes, presión
sobre la piel. El frío asciende desde las baldosas y escala por tus huesos.
Se te va la vista. Pitan los oídos como si el silencio los arañase.
Otra vez la mano en el pecho, ahora queriendo
cerrarse en un puño. El dolor impreciso. La melancólica sinfonía que cae desde
el cielo…
Y te preguntas, en las postrimerías de la
contienda, única ventana encendida en el barrio:
¿Pero qué coño funciona mal ahí dentro?
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