Es difícil estar vivo…
Nuestra naturaleza dice de nosotros que
somos una fragilidad inescrutable.
De repente estás y al de repente siguiente
ya has saltado por los aires. Visto y no visto.
Conduces a 75 km/h por una carretera
secundaria y un mal giro te estampa contra una farola. Caminas tranquilamente
por la calle y un mal rayo fractura tu corazón. Descansas distraído las penas
de una larga jornada y desde una cornisa el viento desprende una teja que va a
por ti…
Te habrás despertado frisando las diez de
la mañana. Es un domingo de sol después de docenas de días atrapados por el
gran chaparrón. Todo está tranquilo. Tu esposa hace ruido en la cocina con la
cacharrería del desayuno y a los pequeños, 3 y 9 años, se les escucha de fondo,
puede que en el jardín.
Es un día especial, el de 3 años está de
cumple y toca celebración. Al finalizar la jornada, cargarás el petate al
hombro y partirás cabizbajo rumbo a tu destino. Son ya unas cuantas veces, pero
no deja de pillarte por sorpresa la sensación.
Recuerdo cuando yo era pequeño, como
esos que ahora trastean por tu casa. Mi padre se pasó más de treinta años
embarcando y desembarcando. Navegando tres o cuatro meses y obteniendo a cambio
dos para descansar. Nunca dejó de acongojarle el momento de la partida y nunca
dejé de percibirlo como el hombre que iba y venía, casi no daba tiempo a
sentarse a charlar un rato…
Así que el día transcurre vertiginoso, la
sobremesa se alarga con la tarta, las velas, los regalos…y por fin suena la
campana. Un autobús te recoge en la puerta del hogar a eso de las ocho. Junto
con otros compañeros partes a la costa vecina desde la costa que lame tu jardín.
Eres marinero y andas enrolado en un barco de pesca. Tienes 33 y antes de esa,
tuviste otras ocupaciones que te permitieron llevar el pan a casa. Dicen que en
el mar no hay paro, por algo será.
Lo de la pesca es provisional, te dices a
ti mismo mientras el autobús devora kilómetros, hasta que la cosa mejore y
puedas encontrar algo entierra.
El viaje transcurre en un abrir y cerrar de
ojos. Llegáis a puerto envueltos en la noche y embarcáis enseguida. Del asiento
del autobús al catre del pesquero. La bóveda plateada se refleja en la
superficie lisa del mar. Después de tanto temporal, llegó la calma.
Así que se encienden los motores y comienza
el vaivén del barco, ese del que cuesta desacostumbrase cuando vuelves a pisar
tierra. Todos a la cama y en el puente el patrón guiando destinos. Seguro que
en casa ya duerme tu esposa, los pequeños que mañana tienen colegio. Día de
emociones.
Y de repente una embestida que te despierta
del sueño, como un puñetazo que partiese el espinazo del barco de forma certera.
Tomas conciencia del lance preso de un sofoco histérico. No da tiempo a nada más. El agua
de te llega al cuello y te engulle. Lo piensas todo otra vez, a toda velocidad, y finalmente
el telón se cierra sin piedad. Tu cuerpo empapado en sal, apagándose, y los
ojos muy abiertos que ya no saben mirar. Punto y final. Así, de repente…
Maldita tu suerte.
Cuando se enteren en casa. Cuando se
enteren.
Y hoy es el día que sigues aun allí abajo.
Enredado en artes y algas. Rodeado de mar por todas partes. Mientras, se acerca
otro domingo a tu casa. Un domingo de no cumpleaños y todos esperan noticias de
ti.
Lo que no saben es que tú ya no estás allí.
Allí solo queda una forma marchita que recuerda vagamente a ti y el melancólico paisaje
de fondo. Tú te marchaste de puntillas y sin mirar atrás.
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