jueves, 23 de enero de 2014

Vagamundeo

Uno piensa que hay cosas de las que ya no es necesario hablar. Solo resta por delante actuar, hacer. A un lado discursos mil veces repetidos y manos a la obra.

Y sin embargo…

Salgo del trabajo a la hora del almuerzo, concentrado en la rutina. Camino ágil bajo una lluvia caprichosa que lleva toda la mañana insistiendo. En la acera sin asfaltar, en mi sentido de la marcha, descubro una mujer que escudriña en un charco como quien indaga su futuro en los posos de una taza de café.

Veo que arrastra un carrito cubierto con plástico azul, tiene el pelo desaliñado, canoso, el rostro enrojecido y aparenta más de sesenta cuando, tal vez, no llegue a la cincuentena.

Hora y media más tarde, la misma lluvia. De regreso al tajo, vuelvo a tropezar con ella. Esta vez bajo los edificios más elegantes de la ciudad, unos con forma de vela que se sustentan sobre columnas de cemento a modo de mástiles. Estudia la posible acampada sobre la piedra cuarcítica, acomodada bajo el edificio a modo de escenario zen. Es esa una zona concurrida, abierta a los vientos.

Aun más tarde, rematada la jornada, bajo la misma penitencia, cansado y abatido, sucede mi tercer encuentro del día con la mujer. Tres oportunidades para no pasar de largo. Tres oportunidades para negar antes de que el gallo cante, como le sucediera a Pedro.

Está oculta en un portal que da acceso a un patio interior. Se trata de una puerta sin uso, alejada del viento y guarecida de la lluvia. Ese si es un buen lugar.

Ha tomado posiciones y descansa sobre unos cartones gruesos. El carrito es más grande de lo que en principio parecía. Una señora mayor dialoga con ella, que responde con acento extranjero, lacerando las erres.

Observo la escena no muy lejos, inmune a cualquier plaga bíblica…

El día no da para más, se extingue. Tomo el coche a última hora. Me inmersiono en el tráfico y aleteo por la ciudad como un ave migratoria desorientada. Lleno la bolsa de alimentos, me busco en un par de escaparates y pongo rumbo, por fin, al hogar.

Me sumerjo en una marea de luces y limpiaparabrisas en tránsito.

Enciendo la radio mientras la caravana se desliza cadenciosa. Sintonizo al azar. El comentarista dice que es un premio muy merecido, un reconocimiento que…blablabla...Al parecer el futbolista diez siente todas las palabras colapsadas en lágrimas y no le resulta factible hablar.

Es el rey. El número uno. El mejor. Y cuando esta noche se vaya a dormir en su hotel cinco estrellas, descalzo sobre las baldosas calientes del baño, se contemplará en el espejo durante un buen puñado de minutos, con el trofeo entre las manos y una sonrisa blanquísima mil veces ensayada.

Qué enfermedad tan extraña esta que nos afecta y amenaza con borrarnos de la faz de la tierra más pronto que tarde…

Desde el coche, detenido en medio del vial, contemplo a la mujer en su acampada. Los limpiaparabrisas continúan bailando y un vehículo reitera destellos a mi espalda para que desatasque de una (puta) vez el carril de la avenida.

La realidad, ahí fuera, continúa haciendo aguas por todas partes.

Pese a todo: Bravo, campeón...




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