Lo encontré tirado en la basura. Parecía haber rodado
mucho antes de llegar allí, sabe Dios que agonías lo acompañaron y cuantos
golpes lo fueron llevando de aquí para allá.
Lucía triste, cansado. Derrumbaba los ojos contra el
suelo y no te miraba, como si le hubiesen o hubiese hecho mucho daño. Tampoco
hablaba.
Entró en casa sin querer y tardó meses en volver a salir
por propia voluntad. Curé las heridas más urgentes, le di de comer tres veces
al día, acomodé un lugar para su descanso junto al fuego, y así fuimos pasando
el primer invierno…
Aquella cuarentena inicial se tornó de a poco en
costumbre. Nunca nos atrevimos a hablar de su próxima partida. De vez en cuando
nombraba los objetos más básicos, decía por favor con los ojos o gracias. Su
aspecto era fuerte y tosco, sobre todo por la cicatriz que le cuarteaba la
cara, pero por poco que te aproximases, descubrías en él una esencia sencilla y
cariñosa hasta el extremo…
En fin, confieso que me cambió la vida por completo. Que
fui amoldando mis días a los suyos hasta que se convirtieron en los nuestros. Pasito
a pasito, de aquella tarde sombría en la basura no queda ya casi nada.
Hace más de treinta y tantos que vivimos juntos, él y yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario