Uno descubre, en paseos solitarios, que las
voces ajenas narran historias sin querer. Somos una tupida cortina a través de la
que, a veces, se pueden distinguir rasgos de nuestra verdadera naturaleza.
Las razones del otro siempre son
jeroglíficos para el observador imparcial.
Cazar frases sueltas que lo dicen todo sin
apostillar ni un solo suspiro de más, no exige de grandes simulacros.
Hombre y mujer de mediana edad caminan a la
par en mi dirección. Pisan firme y a buen ritmo. Al llegar a mi altura, y solo
ahí, escucho palabras de él hacia ella: “…si
R me lo dice, yo la creo, porque no necesito más que su palabra, confío en ella
sin descanso…”
Ya a mi espalda, concluye rotundo la
sentencia: “Contigo eso no me pasa”.
También hay miradas que dicen más que una
larga explicación. Gestos aparentemente invisibles que nos delatan siempre. Prisas desmedidas
que terminan por descubrir nuestro juego.
¿Cuántos demonios ocultamos bajo la rutina
de nuestros actos? ¿Qué tragedias suspendidas en el último segundo se rumian a
diario en nuestras cabezas?
Vivimos en un medio ambiente plagado de
impostura donde leemos solo el exterior por no asustarnos con la complejidad
del mecanismo tras la superficie. Somos seres quebradizos pendiendo de un hilo.
Un hilo como una voz finísima que llega
desde una esquina, se inserta en nuestro oído casi sin querer, cual alfiler, y
nos hace dudar durante un par de metros. “…la
mato, te juro que la mato…”, dice entre dientes sin darse cuenta de que el
enojo de su cabeza se verbaliza en sus labios.
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