viernes, 18 de octubre de 2013

Otoño

Definitivamente, aquello era el otoño. Se desprendían manchas marrones de los árboles, la lluvia llevaba días lavando la contaminación del aire y en el cielo navegaban grises de distinta densidad.

Hacía más de diez minutos que el autobús palpitaba inmóvil sobre el asfalto. La gente se inquietaba al paso de cada segundo, pero ella había decidido no despegar, por nada del mundo, la cabeza del vidrio, salpicado por microgotas que se deslizaban como lágrimas.

El atasco parecía definitivo. Allí se quedarían durante un buen rato. Repasó sin querer el futuro que le venía por delante: llegaría tarde a la oficina, saldría pasadas las nueve, quemaría toneladas de energía en una sesión de media hora en el gimnasio y regresaría a casa para meterse en la cama frisando las doce, doblada sobre sí misma y con un beso en la frente.

Fuera la gente descendía de los coches quietos y miraba el horizonte con los brazos en cruz. Los cláxones asediaban toda la avenida. Subió el volumen de la música y se dejo llevar.

Pensó en la playa, tan lejana en el tiempo. En los días del verano al sol y los desayunos eternos. Pensó en lo que estaría sucediendo, en ese preciso instante, sobre la arena desierta de un trozo de costa a cientos de kilómetros de distancia. Lo recreó con fuerza en la cabeza, como si quisiese borrar el presente y tatuar una vida distinta.

Entonces el motor transformó el ruido en movimiento, volvió a vibrar el cristal y la lluvia arreció sin miramientos.


Delante, la avenida se extendía rabiosa en una infinita hilera de animales metálicos que avanzaban desordenados hacia ninguna parte. Sobre la punta de la lengua, aun resistía el sabor del salitre, como cristo salvador.


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