Miles de estrellas sirvieron de testigo.
El primero que se dio cuenta del fatal
desenlace, fue el cura encargado de oficiar. Discretamente se hizo a un lado
del novio y fue desapareciendo a pasos cortos por un lateral.
No consta que ninguno de los invitados se
levantase para expresar sus condolencias por el triste epílogo, al fin y al
cabo todos ellos acudían de parte de la novia.
Un chico delgado y con un traje dos tallas
más grande, se interesó por la vigencia de los canapés, que aguardaban un
centenar de metros más allá. No faltó quien recriminó la falta de tacto al
tiempo que pensaba si recuperaría, en los próximos días, el preceptivo pago en
metálico efectuado como regalo
También aquí la discreción fue gloriosa. Ni
siquiera los pasos sobre el campo hicieron crujir una brizna de hierba que
delatase el desfile de asistentes. El sol caía a plomo y con una leve brisa se
despejaba el panorama.
Pronto quedaron apenas sillas vacías y un
tipo erguido con una flor roja en el ojal. Inmóvil como un espantapájaros que
cumple fielmente con lo que se espera de él.
Pasó el tiempo casi sin querer. De repente
el novio giró la cabeza a la derecha y el violinista entendió que podía dejar
ya de tocar. Sin embrago, no se atrevió a cesar el interludio mientras quedase
un pedazo de esperanza.
Mientras tanto, lejos, muy lejos, una novia
terriblemente vestida de blanco, seguía corriendo lejos, muy lejos.
Allá va otra bonita historia con fecha de
caducidad.
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