sábado, 3 de noviembre de 2012

Náufragos



Es inevitable que en los días más extraños desees desaparecer de tu vida y surgir, de repente, en desconocidas coordenadas, siendo otro muy distinto.

Recuerdo, en la infancia, un vecino que había salido a pescar un domingo temprano y desapareció en la costa sin dejar ni rastro. Encontraron su coche intacto, la ropa y las artes de pesca, pero del individuo en cuestión nunca más se supo. Tuvieron que pasar muchos años hasta que las autoridades lo dieron por fallecido y su viuda pudo, al fin, respirar aliviada.

De tarde en tarde me gustaba imaginar al desaparecido en los parajes más exóticos, con esposa, hijos y un secreto con el que entretenerse todas y cada una de las noches insomnes que le restasen por vivir.

El mar como coartada. El mar que no deja rastros y guarda bien los secretos.

En cierta villa costera supe de una pequeña iglesia donde veneraban un cristo que tras los rigurosos días de temporal apareció varado en la arena de la playa.

Es conocido que en las poblaciones más ajetreadas por el oleaje, también las más aisladas, una forma de economía alternativa eran los extras que traía la marea. He oído hablar de acordeones, contenedores cargados de televisores, cajas de latas de mantequilla, zapatillas deportivas e incluso, por qué no, cristos a la deriva.

Las borrascas de verdad, siempre vienen por el mar.

Una noche hace muchas escuché narrar la historia de un marino que en sus años de juventud había arrojado una botella con mensaje en no sé que puerto caribeño y en los últimos años de su vida, ya cansado y ajeno al oficio, había tropezado en un arenal de otro continente con la misma botella y su propio mensaje.

El mar no quiere rehenes, tarde o temprano lo escupe todo a tierra.

Dino Buzzati, nos advirtió de un pez temible que, una vez que te encontraba y elegía, ya no dejaba de seguirte jamás. He tenido noticia reciente de una clase de niebla capaz de hacer desaparecer embarcaciones en mares tranquilos y apacibles.

Es por eso y por muchas otras variables que me guardo para mejor ocasión, que no se me ocurre dudar de la palabra del tipo con quien me tropecé uno de estos días pasados a la orilla de una playa desierta.

Poco se sabe del sujeto en cuestión. Al parecer ocupaba cargo de responsabilidad en un bufete de abogados de primer orden. Al final de una jornada maratoniana, pidió al taxista que lo regresaba a su apartamento, en una de las mejores vistas de la ciudad, que lo dejase a su merced en una apartada zona del muelle de trasatlánticos. La deshora de la noche, las noticias de los periódicos y las advertencias del conductor desaconsejaban la operación, pero el náufrago había decidió seguir su implacable vocecita interior. Pronto el auto amarillo se perdía en la oscuridad de un costado.

El náufrago aflojó entonces el nudo de la corbata, se deshizo de la americana, desabrochó el cinturón y vació de botones los ojales de la camisa.

Dice que vio sobre el horizonte una intensa luz que transmitiendo en código lo mandaba llamar. Como un aullido salvaje, una oleada de luminosidad blanca e irrenunciable que disipaba las sombras y le revestía el interior de curiosidad y anhelo.

Asegura que nadó durante horas y horas, hasta que consiguió dejar a sus espaldas todo el océano.

Quién sabe nada. Le presté una sudadera y un pantalón roído por los bajos. Ofrecí desplazarlo al pueblo más cercano en mi coche.

-         Gracias, es aquí.- sentenció sin más explicación.



De regreso a casa, recordé que me había saltado la hora de la comida con tanto ajetreo.  Reinaba en el cielo una luz extraña, cargada de imposibles.

El mar, como los abrazos, lo cura todo. Si no te mata antes en el intento, claro.

Foto: Rocío Brage.

1 comentario:

  1. Ay, el mar, navegar, perderse, marearse, vomitar....tanta agua, yo aquí con sequía, muchas ideas que aún no logran plasmarse en poema, supongo que uno de estos días llegaré a puerto...

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