¿Has intentado respirar alguna vez en medio de un
huracán?
Terminado el verano es hora de regresar a casa, te
recomendó un amigo. Así que tomaste el coche y, guiado por su consejo, buscaste
refugio en aquella vivienda de dos plantas en el campo donde ahora sólo viven
tus padres.
En la habitación de tu adolescencia, donde ya no te
atreves a dormir, revolviendo papeles sin saber bien qué buscabas, tropezaste
con un par de cartas viejas. Son breves. Las relees mientras de fondo te
reclaman para la comida y casi te asustas con el vértigo de la distancia.
Piensas en quien la escribió entonces y ahora, y no te queda más remedio que
admitir que aquel, ya no es éste. Aquel, ya no existe.
Tú también eres otro. Continúas arriesgando y escarbas en
el resto del montón. Al tiempo recuerdas cómo te nombraba la gente que fue
marcando a fuego tu vida: K., M., L., P.,…siempre un nombre diferente. Supongo
que todas esas personas por las que ya nadie pregunta fueron desapareciendo sin
dejar rastro y tú eres, sin lugar a dudas, otro.
Por fin la encuentras, una foto en blanco y negro donde
posas junto al resto de la clase en el patio del instituto. Otra en medio de un
campo nevado donde alguien ha levantado dos bolas con las que hacer un muñeco.
Una más que recuerda un paseo en barca. ¿Quiénes son esas personas que te miran
desde el papel, todas iguales a ti?
Buscas tus ojos en el espejo y observas con insistencia. Es
como tratar de retener en tus manos cerradas todas las gotas que componen un
buche de agua.
Al final, la vida se te escapa entre los dedos.
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