martes, 18 de septiembre de 2012

Metrópolis



Rechazaste la imitación, te alejaste de los días iguales.

La ciudad está nerviosa y su corazón late sin ritmo.  Apareces y semejas un elefante en retirada hacia el último escondite. Una vez en tierra, recorriste sin prisa las salas vacías y contiguas. Contenedores de espacio hueco y mal iluminado. Quién sabe cuantos pasos hicieron falta para sacarte de allí.

Después, descendiste por la escalera mecánica hasta arribar a los andenes del metro. A cada instante transcurrido, el aire respondía ganando densidad y temperamento.

Allí el vagón es como el escenario de un teatrillo. Está el chico ese alemán que atiende enmudecido a las palabras que no se cansan de brotar de los labios de su compañera. Viene también la mulata coronada por un moño imposible, la de la figura artificial. Concurre la pareja de cincuentones entreverados como adolescentes sobre el asiento.



Es un mundo perfecto y frágil donde cada cual ejecuta su papel, sin fallas ni repliegues. Pura geología.

Sin que caiga del todo el telón, abandonas el vagón con paso triste y avanzas en pos del temido exterior. Atraviesas para ello un corredor aséptico, que bien podría estar alejándote de tu nacimiento y acercándote a la muerte.




Siéntes, en superficie, el pálpito potente de la metrópoli retumbando en las paredes de tu sistema circulatorio. Un hombre, desvencijado sobre la acera, solicita por escrito unas monedas para el menú de mañana. Lo observas, lo obvias, puede ser que no respire.

Las aceras se funden a negro. Las farolas hablan poco.



Necesitas un hotel. Uno bien grande donde pasar inadvertido y despertar intacto a la mañana siguiente, después de haber soñado sueños de otro, sentado sobre la cama, retratado por el sol. Cosas de los hoteles.

En recepción aceptan tu petición de SOS y corresponden con una llave en forma de tarjeta y un número de cuatro cifras. La vida está llena de códigos, todo está codificado.

El hotel es el adecuado, concluyes al perderte por sus pasillos disfrazados de avenidas en la madrugada.

Abres, te descalzas, abates el cuerpo herido sobre la cama. Fuera ruge un motor. Dentro, el latido crónico del elefante se va apagando sin dejar huellas de la perdida.

Ya casi está…


Fotos: Rocío Brage

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