lunes, 3 de septiembre de 2012

Lola



Tener un destino requiere obrar con libertad y aceptar las consecuencias de nuestros actos.

Y sólo si creemos ciegamente en nuestro destino, seremos dignos de cada día, no flaquearemos, tendremos la arrebatadora felicidad de alguien que sabe que hace lo que debe y no otra cosa.

Uno se mira al espejo y se sorprende con la distancia que va desde lo que ve a lo que recordaba.  A veces sucede así y no hay nada que hacer. Resta preguntarte, ¿dónde has estado todos estos años? ¿a qué te has dedicado? ¿qué es de tu vida? ¿y ahora qué?

Silencio.

L. es monja y vive en una aldea cerca de Douala, en Camerún. Trabaja en un centro para enfermos mentales, sobre todo niños, aunque en la precariedad ya se sabe, se atiende todo. Las historias de este centro de las Madres Hospitalarias son interminables, los ejemplos no se agotan nunca. Podríamos poner nombre a los protagonistas y no dejaríamos ni de conmovernos ni de escribir.

Me contaron la historia de L. hace tiempo y dediqué un montón de preguntas a imaginar cómo sería su día a día. La gente así me resulta mágica, fuera del mundo. Debe de ser una sensación gigante saber que haces en cada momento lo que debes, no vivir en incertidumbre ni un solo segundo.

L. siempre sonríe, me dijeron. Sabe algo que sirve para vivir, pensé yo.

Uno aparta la vista de su imagen en el espejo, convencido de que el día, tal vez la semana, no dan para más. Piensa qué hará L. en ese preciso instante.

Uno recuerda que es como un mueble viejo arrumbado en la azotea. Que tiene por única tarea la triste misión de observar y contar, igual que si padeciese por destino alguna extraña enfermedad incurable.

Tocado y hundido.


http://www.hospitalarias.org/index.php/cooperacion-al-desarrollo
 

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