miércoles, 25 de julio de 2012

Santiago


Vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca.

Vamos desplegando la vida conforme a guión, completando etapas de 24 horas, sazonando la existencia de esfuerzos, dichas pasajeras, sabores que si no nos matan nos hacen más fuertes…y sin embargo, rara vez nos sentamos a comentar ese hecho que nos iguala a todos y que más tarde o más temprano, nos ha de borrar del escenario.

Así, no es raro que acabe uno desapareciendo con demasiados asuntos pendientes revoloteando.

Acumulamos materia, nos dedicamos de pleno a poseer, a sumar, a rellenar vacíos con sustancia palpable…y sin embargo, bien sabemos que nada de lo que aquí importa podrá acompañarnos al otro lado.

Empeñamos el sudor de la frente en ganar el mundo a costa de perder el alma.

Me cuentan en la playa la historia de Santiago, Tito. El protagonista trabajaba en unos astilleros. La asbestosis lo jubiló antes de tiempo y un día el médico decretó que las manchitas del pulmón representaban células en proliferación descontrolada.

Dos hijas y una esposa. Una de ellas, F., se derrumba por sorpresa con apenas treinta y pico a sus espaldas. Marido y dos hijos. Fallo cardiaco inesperado. L., la esposa de Tito, cuenta como su marido trataba de reanimarla tendida en el suelo mientras F. desfilaba ya con una sonrisa en los labios.

Un duro golpe al que habría de resistir; dos nietos que sacar adelante, un yerno desolado. A luchar y de frente, mientras la enfermedad va haciendo camino al andar, hasta que por fin, Tito dice hasta aquí hemos llegado, no más química con la que avivar el combate.

Ahora la otra hija anuncia buena nueva, pronto nacimiento. Otro motivo para aguantar un rato, no sea que me pierda algo tan digno de presenciar, corrige Tito. Alcanza el parto y tira un año más.

Me cuentan que Tito ya no se compraba ropa, para qué llenar el armario con cosas inútiles que después habrá que regalar.

Una mañana, hace poco, Tito pide a L. que pregunte en el hospital si hay camas en la zona de sombra. Aguarda unos días y le conceden la plaza. Buenas doctor, vengo para quedarme. Pero…nada de peros, que estoy muy cansado y ya está todo hablado con mi mujer. Se acuesta, se relaja, dispone los sentidos para tomar lenta posesión del reino de los cielos. Se despide de sus nietos, habla a solas con su hija, toma con fuerza la mano de su esposa…y hasta luego, ya nos vemos.



Me quedo solo sentado sobre la arena seca de la playa. Pienso en la inmensa sabiduría que alberga en su interior alguna gente corriente. Pienso que a lo mejor estamos perdidos mirando sin ver.

Pienso en los asuntos pendientes. En lo peligroso que es vivir como si no nos fuésemos a morir nunca: corremos el riesgo de morir como si no hubiésemos vivido nunca.

Foto: Rocío Brage.

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